viernes, 25 de septiembre de 2009

COLORES. 1946

Martina repasó la escena por sexta vez: “Llévame contigo, Paul, llévame”, exclamó, levantando el brazo y recogiendo su mano en la frente. El guión, escrito en papel amarillo, volvió a volar sobre la cabeza de Martina. “Exageras, monada, siempre, y esto no es el teatro, esto es cine y en el cine no se exagera, se vive”. Carlo movía los pies, calzados en unos zapatos rojos de charol brillante, haciendo círculos sobre él mismo de manera errática.

Martina miró de refilón la pila de papeles encuadernados blanquísimos que eran el guión y volvió a encenderse otro cigarrillo y a cerrar los ojos para concentrarse en aquella nave de techos altos, tan grande y tan fría como el hangar de un aeropuerto. La luz blanca del foco le daba directamente en los párpados, pero ella lo veía todo oscuro. La enorme tela verde tras la que se había perdido el director, dando órdenes por el teléfono móvil, había emitido un enorme punto y coma en negro, así que Martina sólo tenía que esperar. Repasaba mentalmente, mientras se miraba sin atención sus pequeños pies envueltos en bailarinas blancas, obviando la mirada azul del iluminador casi lanzaba corrientes eléctricas.

Llevaba más de tres décadas años viviendo por y para el cine, y tenía en su espalda pequeños lunares, bucles negros que caían desordenados, y veintenas premios. Repetía como un mantra la escena, mantenía sujetas las manos a los laterales de su estrecha figura, y se medía, para no ser expresiva de más, y apretaba fuerte los ojos: “Llévammmme contigo Paul!”, gritó entonces, casi enfadada. Y volvió a la carga: “Paaaul… ¡Llévame contigo!”, y esta vez emitió casi un sollozo. Martina se sentó entonces en uno de los bancos carbón de la calle de Nueva Orleáns a la que imitaba el escenario. Delante de ella pasaban carritos llenos de cuerdas y cables más o menos grises, y algunos actores de relleno la miraban de reojo y cuchicheaban.

Vio, nítido, venir a Carlo desde abajo de la calle de cartón piedra mientras probaban las luces para hacer la escena de noche.

Se movía de un lado para otro y regañando al personal: “Esos ocres, más ocres…. Y ¿qué es eso de pintar el cielo de azul? De eso nada, blanco, ya le daremos luces de colores… Blanco y una luna enorme ahí, por favor. ¡Adriana! ¡Trae unos refrescos a los extrasssss, no tienen aspecto de acabar de salir de una taberna, precisamente!”. La estrella principal blandía los extremos del guión en el que seguía enfrascada. Vivía por y para interpretar como las grandes musas del cine americano de los 40, pero cada los directores le pedían cada vez “más color”. “Me gustan tus zapatos, Carlo”, le dijo entonces, “parecen… brillantes”, siguió ella.

Carlo respiró aliviado cuando se sentó junto a ella, y los pulió con una manga al charol bermellón. “Rojos, rojísimos, son, nena. Vamos a repasar la escena”… Se pusieron entonces de pie y Martina soltó en una retahíla dos páginas del guión. Se midió. Matizó y Carlo la besó. Era única dándole esa pasión a las heroínas de fondo amargo.

Las luces bajaron, ascendió una inmensa luna menguante por detrás de la mujer, y ella se colocó el vestido negro hecho jirones, y mientras la pintaban los labios de color rosa pálido se le escapó una sonrisa. “Matices de Nueva Orleáns, escena cinco: La noche”, gritó el claquetista. Los ojos de la actriz principal se abrieron, como queriéndose comer a todos los presentes, y se posaron en casi todas las luminarias artificiales que decoraban las dos calles. Recitó como nunca y, acabada la escena, todos aplaudieron. El segundo día fundió, por fin, a negro. Salió del edificio, abrigándose fuerte con un mantón de lana. Mientras la nave iba perdiendo todos los colores, quedando inmersa en la oscuridad más absoluta, Martina iba repasando mentalmente la escena de mañana. En la calle le esperaba el chófer, Jean, con ese descapotable azul chicle en forma de escarabajo y una sonrisa repleta de arrugas. “Buenas noches señora”, le dijo él. “Buenas noches”, respondió la actriz, acomodándose en el asiento trasero. “¿Qué tal marchó hoy el día?”, le preguntó él, “con sus luces altas y bajas”, respondió ella. “Más blanco que negro, entonces”, contestó el chófer. Ella le respondió con una sonrisa mientras miraba por la ventana, apoyada verticalmente en el respaldo de cuero blanco.

Solían hacer los trayectos envueltos en silencio cómodos y frases rápidas.

Él lo sabía, y ella sabía que lo sabía, por eso jamás hablaron del tema. Nunca hubo que explicarlo. Y agradecía que nunca la mirara con pena, cuando lo hacía a través del retrovisor. “Colorea mentalmente y como tú quieras. Las cosas no tienen colores, tienen matices”, le había dicho él aquella tarde en que montó sollozando bajito en el coche porque había pintado una casa azul y un cielo violeta. Para ella Jean siempre había sido así: gris brillante. Un hombre de pelo gris, que siempre condujo un coche blanco y siempre vestía de blanco y negro.

En el camino a casa, las luces anaranjadas iban proyectando sombras en la carretera. Los cables de la luz bailaban de un poste a otro. Martina dormía poco. No tenía insomnio, pero para ella sólo de noche se abría el telón. Sólo de noche sentía verdadera conexión con el mundo. Las luces de la ciudad se le antojaban blancas, blanco sobre negro. Las de la carretera, matizadas en gris, poco brillantes. Sólo de noche y a oscuras todas las retinas funcionan como las de ella: con toda ausencia de color. Martina encendió la pequeña luz de atrás para volver a repasar el guión. No conseguía la entonación adecuada. Respiró, tragó saliva, lo repitió y cerró de golpe el cuaderno. “¿De qué color tenía Gilda el pelo, Jean?”, dijo ella levantando la cabeza para hacer coincidir sus ojos con los del chófer. “Negro como usted, señora”, respondió él, doblando la esquina.

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS PARA B.K.V.

2 comentarios:

V dijo...

te sigo, a modiño, pero sigo. un abrazo

Enric Draven dijo...

Oh, Mr V! a modiño también le sigo a usted :)

Enric