domingo, 11 de julio de 2010


Las fotos congelan. Tienen esa capacidad. De parar un instante y que te lo lleves impreso para siempre en la prolongación de tus retinas. Ésta en concreto fue hecha disparando al espejo de una polvera, desde el jardín de la casa de una amiga hacia el mar de Vigo. Un espejo de los que llevas en el bolso que me ayudó a llevarme en el bolsillo un atardecer de vuelta. Las fotos congelan. Tienen esa capacidad. Pero la vida, a veces, también parece congelarse sola, y desde hace dos días tengo la confortable sensación de que he vuelto a casa y nada ha cambiado. Eso sólo pasa con los verdaderos amigos, que arranques las páginas que arranques del calendario -con más o menos prisa- nunca te son ajenos y retomas donde lo dejaste. Como Fray Luis de León ("decíamos ayer..."). Me moví por el eje suave de esta sensación hasta que atravesé el umbral del primer piso de Rúa Nova 39. En en descansillo ya no hay un espejo. Tampoco la pizarra en la que los vecinos pedían que apagáramos las luces. Pero el resto sigue igual. Los periódicos marcan ocho meses más. Hace más calor, hay dos pequeños encerrados en una barriguita en camino pero las teclas suenan igual, siguen apilándose los libros de la mesa de Dani y la alfombra vuelve a invitar a descalzarse, como en casa. Sólo que alguien a quien no conozco pone sus dedos sobre mis huellas y el papel ya no recoge mis notas...
Vuelvo a casa, un rato. Sabía que no sería fácil. Pero estoy contenta.