K. subió de dos en dos los escalones del metro mirando su reloj nuevo. La última zancada la plantó frente a los cines Avenida, cubiertos por una enorme sábana blanca que reconocía con orgullo que un nuevo H&M había engullido, sin remedio, uno de los edificios más emblemáticos de la capital. K. maldijo entre dientes. Ni rastro del reflejo de sol que chocaba con los zapatos pulidos por manos expertas, ni del contraluz con gorra y silla roja que tantas fotos hizo con G. La ciudad estaba mutando, bullía, como siempre, pero cambió sin avisar.
Meses antes, antes de que destinaran a K. al norte, había acudido a varias charlas y movilizaciones para impedir que la que un día fue Avenida de la CNT cambiara, con nocturnidad y alevosía, de uso. Pero lo hizo, y ocurrió ante la impasible mirada de los transeúntes que la repasan a golpe de tacón y suela durante veinticuatro horas y fuera de su vista. Poco pudieron hacer aquellos golpes de teclado para impedir que el neón de la cartelera se fundiera irremediablemente por el calor de una cifra billonaria.
K. había vuelto, pero el atrezzo no era el mismo. La ciudad olía igual: a nada, y la nariz le sangraba por las mañanas. Tenía el pelo seco, la cara tirante y volvía a tener escamas en las manos. Sin embargo, vivía en una paz caótica inexplicablemente dulce.
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